martes, 23 de septiembre de 2008

ALGUIEN SOPLÓ LA VELA



















ALGUIEN SOPLÓ LA VELA


Confesemos de entrada que no es fácil hablar de El gran Meaulnes, un libro excepcional, único, una rara avis literaria que no se deja enjaular ni tiene nada de doméstica. Hay quien, tras una lectura superficial o desatenta, la ha catalogado como una mera historia de aventuras o como una lánguida y anticuada novelita romántica...

Pero no deberíamos caer en ese error: pocos libros hay tan frescos, tan conmovedores e incluso tan intemporales como El gran Meaulnes. Su autor, el francés Henri Alban Fournier, lo consideró terminado tras seis años de laboriosa escritura y corrección, y apareció en 1913 firmado con un semiseudónimo: Alain-Fournier, que pasaría a la historia de la literatura por haber escrito esta única novela. Cuando al año siguiente comenzó la I Guerra Mundial, Fournier, alistado como teniente de Infantería, fue uno de los primeros movilizados en caer: murió en el campo de batalla, en Éparges, el 22 de septiembre de 1914. Le faltaban tan sólo once días para cumplir veintiocho años.

El gran Meaulnes, que obtuvo un gran éxito, pronto llegó a considerarse un clásico en Francia y en el extranjero. Es sin duda una de las más hermosas obras de carácter iniciático que se hayan escrito nunca: ambientada en la gris existencia de provincias, donde los personajes están a merced de sus sueños de evasión, la novela dibuja el difícil y apasionado ingreso de la adolescencia, con su espíritu de aventura, en los primeros rigores de la madurez. El autor tuvo la extraordinaria habilidad de tomar como base unas vivencias muy personales (el ambiente de su niñez escolar, los paisajes de la región francesa de Sologne, su primer encuentro con la muchacha que sería el gran amor imposible de su vida, a la cual no volvería a ver sino ocho años más tarde, ya casada y madre de dos hijos) y transfigurar esas vivencias en hechos poéticos imperecederos y válidos para cualquier lector.

François Seurel, un escolar tímido y sensible, es el narrador que nos acompaña a lo largo del libro. Él nos presentará a Augustin Meaulnes, el nuevo alumno que llega al pueblo de Sainte-Agathe y se hospeda en su casa un domingo de noviembre de 189... Temerario, impulsivo y de fuerte personalidad, Meaulnes transformará para siempre la pacífica vida de Seurel... y quizá también la del lector que sea capaz de seguirlos a la tienda del cestero, al cuarto de Wellington o a la extraña fiesta en donde Meaulnes hallará a la señorita Ivonne de Galais.

Se ha dicho que El gran Meaulnes es una maravillosa historia sobre adolescentes pero no para adolescentes. Una apreciación con la que estoy absolutamente de acuerdo: el libro crece desde sus iniciales ensueños de adolescencia hasta desembocar en una poética, pero también trágica, visión de la pérdida; la felicidad con la que sueñan los protagonistas, la felicidad ideal, acaba convirtiéndose en un obstáculo para la felicidad real. Fascinante y triste a la vez, la novela se encuadra en esa difícil y difusa frontera que se alza entre la adolescencia, dueña aún del sentido de lo maravilloso, de lo heroico, de lo mágico, y la madurez, el mundo adulto en el que todo ello se irá diluyendo inexorablemente.

Henry Miller lo explicó con maestría: «Algunos, como Alain–Fournier, jamás lograron desertar de esta orden secreta de la juventud. Magullados por todos los contactos en el mundo de los adultos, se inmolan en sueños y ensoñaciones. Especialmente en los dominios del amor les toca sufrir. En ocasiones nos dejan un librito, un testamento de la verdadera y antigua fe, que leemos con ojos soñolientos, maravillándonos de su hechizo, conscientes, pero demasiado tarde, de que nos estamos mirando a nosotros mismos, de que lloramos nuestro propio destino.»

Para finalizar, y para explicar el título de este comentario, escuchemos directamente a François Seurel:
«Al caer la noche, cuando los perros de la granja de al lado empezaban a ladrar y se iluminaba la ventana de nuestra cocina, volvía a casa. Mi madre había empezado a preparar la cena. Subía yo tres peldaños de la escalera del granero, donde me sentaba sin decir nada y, con la cabeza pegada a los fríos barrotes de la baranda, la miraba encender el fuego en la estrecha cocina en que ardía una vela, con vacilante llama...
»Pero alguien llegó, alguien que vino a quitarme todos esos placeres de niño sosegado. Alguien sopló la vela que iluminaba para mí el dulce rostro de la madre inclinada sobre la cena. Alguien apagó la lámpara en torno de la cual constituíamos, por la noche, una familia feliz, cuando mi padre había puesto los postigos a las puertas de vidrio. Y ése fue Augustin Meaulnes, a quien los demás alumnos no tardaron en llamar el gran Meaulnes.»
(Traducción de Gerardo Selva)

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Ni por enfermedad, ni por vejez,
ni excesos en la mesa o en la cama.
Tampoco por haberle malherido
la funesta manía de pensar.
Murió de sobredosis de sí mismo.

(Enrique Badosa)

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ALGO DE LOS GRANDES, GRANDES



No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada, elijo la pena.

(William Faulkner: Las palmeras salvajes)

(Traducción de Jorge Luis Borges)