jueves, 27 de noviembre de 2008

El desierto de los tártaros




LA FORTALEZA BASTIANI


Se ha dicho con frecuencia que El desierto de los tártaros es un libro no apto para depresivos, y es cierto que resulta difícil emplear calificativos alegres para esta novela, escrita en 1940 por el italiano Dino Buzzati. Pero también hay que apresurarse a decir que se trata de una obra maestra sin paliativos.

Al joven teniente Giovanni Drogo, recién salido de la academia militar, lo destinan a la fortaleza Bastiani, un remoto acuartelamiento perdido entre montañas altísimas y asomado al desierto del Norte. Se trata de una lejana fortificación permanente que antaño defendía la zona fronteriza por donde los tártaros atacaban el país, pero que hogaño, cuando el enemigo ya casi resulta una ficción muy adentrada en el pasado, se ha convertido en un lugar destinado a esperar que algo suceda, en el que el tiempo transcurre morosamente entre la rigidez de las normas militares y la soledad absoluta y repetitiva de un espacio que parece estar ya fuera del mundo.

El teniente Drogo piensa que ese primer destino suyo será breve y fugaz; tiene la posibilidad de salir de allí, pero decide quedarse esperando el momento de que le lleguen las glorias militares, la lucha, la guerra… Y los días pasan despacio, pero los años lo hacen a toda velocidad. Drogo terminará viendo transcurrir toda su vida en la fortaleza, siempre a la espera de un inminente ataque de los tártaros. Como todos sus compañeros de guarnición, también él sueña con la aparición del enemigo. El enfrentamiento, la anhelada lucha, es lo único que puede dar sentido a la vida de los militares de la fortaleza Bastiani.

Pero la fatalidad querrá que antes de concretarse el combate, para el teniente Giovanni Drogo sea ya demasiado tarde. Enfermo y evacuado de la fortaleza, sus oponentes en la última batalla no serán los tártaros, sino otro enemigo tan indefinible como inmenso, al que ha aguardado durante tres décadas, pero no en combate, sino en la más absoluta soledad. Su gran y secreta victoria, la gloria que tanto ha esperado alcanzar, le llegará al fin cuando enfrente a ese enemigo invencible sin lamentarse de su suerte.

Dino Buzzati sabe apoderarse del lector desde las primeras páginas, introduciéndolo en la trama con recursos narrativos muy medidos y creando con gran habilidad un espacio deliberadamente alejado de cualquier referente histórico o geográfico: ignoramos a qué país pertenece la fortaleza Bastiani; podría estar situada en cualquiera de ellos, vigilando cualquier frontera. De la época en que se desarrolla la acción, sólo captamos un ambiente vagamente decimonónico: los personajes montan a caballo y en carroza, y se utilizan catalejos y piezas de artillería, pero no hay artefactos más modernos que ésos. Todo ello conforma un escenario de ficción, un ámbito impreciso e inasible que adquiere un tono irreal, no exactamente fantástico, pero sí borroso e inconcreto, enigmático y distante. El director Valerio Zurlini supo llevarlo al cine con bastante acierto en su adaptación de 1976, una película con un reparto impresionante en el que figuran los actores españoles Fernando Rey y Francisco Rabal junto a otros de la talla de Max Von Sydow, Jacques Perrin, Vittorio Gassman o Jean-Louis Trintignant.

Bastantes críticos han señalado la profunda influencia que la literatura de Kafka ha ejercido en Buzzati, y sin duda hay rasgos kafkianos en El desierto de los tártaros. Pero también esta obra ha influido en otros autores que han desarrollado ese mismo tema, tan caro al siglo XX, de la espera como metáfora de la vida que se nos escurre entre las manos mientras esperamos algo trascendente que nos redima del vacío. Baste recordar la magnífica Esperando a los bárbaros (1980), de J. M. Coetzee, o El mar de las Sirtes (1951), de Julien Gracq, o incluso la obra teatral Esperando a Godot (1952), de Samuel Beckett.

Cuando preguntaron a Buzzati en una entrevista sobre cómo se le ocurrió la historia, respondió:
«Probablemente se originó en la redacción del Corriere della Sera. Entre 1933 y 1939 trabajaba yo allí todas las noches, y era un trabajo más bien pesado y monótono. Los meses pasaban, pasaban los años, y yo me preguntaba si las cosas continuarían así; si las esperanzas, los inevitables sueños de cuando se es joven, se derrumbarían poco a poco, si la gran ocasión vendría o no vendría. Con frecuencia se me ocurría que esa rutina nunca terminaría, y devoraría mi vida sin sentido. Es un sentimiento lo suficientemente común, creo, para la mayoría de las personas, especialmente cuando te ves atrapado en los horarios de la existencia en una gran ciudad. Trasladar esa experiencia a un mundo militar ficticio fue casi una decisión instintiva.»

La permanente actualidad de El desierto de los tártaros se debe a la magnitud y eternidad del problema que plantea: que la vida se le va al hombre antes de que quiera darse cuenta; y que, con frecuencia, eso que llamamos “preparación para la vida” (formación, expectativas, primeros ensayos…) no es más que la vida misma, nos guste o no.

De El desierto de los tártaros se ha dicho que es una novela estremecedora y agobiante, angustiosa y oscura, capaz de dejar literalmente agotado al lector, que va recorriendo sus páginas hasta acabarlas con el corazón encogido. Probablemente todo ello sea cierto. Pero también lo es que al finalizar su lectura, por paradójico que parezca, se siente el corazón ensanchado, se plantean mil preguntas y se expande en nosotros ese silencio tan especial que sólo generan los buenos relatos, las verdaderas joyas de la literatura, las incontestables obras maestras.




* * * * *

[...]

Dudo que aterrices
en el aquelarre
por mucho que azuces
«¡Arre, escoba, arre!»,

que una buena bruja
sabe alzar el vuelo:
tú nunca has podido
despegar del suelo.

Júpiter, Saturno,
Marte y compañía
¡qué lejos te caen!,
¡qué desastrología!
[...]



(Javier Krahe: Ciencias ocultas)


* * * * *

ALGO DE LOS GRANDES, GRANDES

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo ─me recomendó. Se llama de este modo y de éste otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

(Juan Rulfo: Pedro Páramo)