jueves, 3 de julio de 2008

CONTRALUCES Y SOMBRAS DE VIDRIO


"La realidad depende del cristal a través del que se mira. Incluso se puede distinguir una realidad dentro de otra. El reto es captar el momento de irreal realidad"
MIRIAM BORDERA

miércoles, 2 de julio de 2008

SU MIRADA, AUMENTANDO EL MUNDO
























SU MIRADA, AUMENTANDO EL MUNDO


Así describe el perseguido a la mujer del pañuelo. El perseguido es un fugitivo, condenado a cadena perpetua, que ha llegado a una isla desierta en algún lugar del Pacífico Sur. La mujer del pañuelo es (fue, será) Faustine, su gran amor.

Ambos protagonizan, junto a otros personajes, La invención de Morel, una novela de amor y soledad contada con los recursos de la ciencia-ficción, que fue publicada en 1940 y que desde entonces se ha convertido en un texto casi mítico, un ejemplo clásico de la literatura fantástica en idioma español, mucho más grande para nuestras letras de lo que su extensión (126 páginas en la edición de Alianza Editorial) haría suponer.

El escritor argentino Adolfo Bioy Casares, autor de la obra, consideró que las primeras palabras de esta novela («Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro.») debían tomarse también como las primeras de su producción literaria: «Tengo seis libros anteriores que creo que son los peores seis libros del mundo», comentó en alguna ocasión, y siempre se negó a su difusión o a comentarlos.

Jorge Luis Borges, íntimo amigo y colaborador de Bioy, apadrinó La invención de Morel con un prólogo que ya resulta inseparable de la propia novela, y del que destacaré dos momentos significativos que desde luego comparto. Habla Borges: «El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución».

Creo que así debe ser. No hay que revelar apenas nada de la novela, porque aunque a los sesenta y ocho años de su publicación es ya suficientemente conocida, es también uno de esos libros que casi nos hace sentir envidia de quienes no lo han leído aún y van a poder experimentar por primera vez, si así lo desean, el asombro de adentrarse sin apenas referencias en su belleza rara e inquietante.

Y acaba Borges su prólogo: «He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.»

La invención de Morel es, en efecto, una novela perfecta. De amor y soledad, como ya señalamos, pero también de fantasía, de aventura, de reflexión sobre la inmortalidad y sobre las fronteras entre lo real y lo aparente.

De manera sabiamente premonitoria (no olvidemos cuándo fue publicada la obra), Bioy nos hace pensar en la fascinación que produce la tecnología: envuelve al fugitivo protagonista, y a nosotros con él, en imágenes sugerentes y devoradoras, de cuyo poder de seducción ya no está claro que sepamos (o ni siquiera que queramos) escapar.

En cualquier caso, ya veamos en ella una fábula de amor trágico, o una especulación sobre los límites entre el mundo real y el virtual, o bien la sagaz mezcla de ambas cosas, La invención de Morel nos va a llevar en volandas desde su milagro inicial hasta la maravillosa y bellísima súplica con la que concluye.


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El marqués y su mujer
están contentos los dos:
ella se fue a ver a Dios,
y a él lo vino Dios a ver.

(Epigrama citado por Manuel Alcántara en su artículo Cantar derrota)


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ALGO DE LOS GRANDES, GRANDES


«Cualquier carretera», ha dicho Carlyle, «esa misma carretera de Entepfuhl, te llevará hasta el fin del mundo.» Pero el fin del mundo, desde que el mundo se ha acabado dándole la vuelta, es el mismo Entepfuhl de donde se ha partido. En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto del mundo. Es en nosotros donde los paisajes tienen paisaje. Por eso, si los imagino, los creo; si los creo, existen; si existen, los veo como a los otros. ¿Para qué viajar? En Madrid, en Berlín, en Persia, en la China, en ambos Polos, ¿dónde estaría yo sino en mí mismo, y en el tipo y género de mis sensaciones?
La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

(Fernando Pessoa: Libro del desasosiego, 347)