martes, 5 de mayo de 2009

centuria






















MANGANELLI


«El grito se oyó repentinamente en toda la aldea, y por lo que después se supo fue oído con similar intensidad en cualquier punto, incluso en las viviendas periféricas. Lo oyó también, claramente, un carpintero casi sordo; lo oyó un forastero que pasaba en bicicleta, y que se detuvo con la sangre congelada. El grito fue descrito posteriormente por los que lo habían oído: todos coincidían en el hecho de que expresaba profunda desolación, tal vez desesperación, y que podía ser el grito de alguien en inminente peligro de muerte, amenazado tal vez por un cruel asesino. A todos sorprendió la intensidad del grito y la sensación de que todos lo hubieran oído con singular nitidez; alguien aventuró la hipótesis de que no se había tratado de un solo grito, sino de varios gritos, procedentes simultáneamente de diferentes partes. Cuando el momento de angustia quedó mínimamente atrás, algunos de los aldeanos comenzaron a buscar por el pueblo, y se celebró en la iglesia una especie de asamblea, para descubrir si faltaba alguien: pero nadie faltaba, salvo un estudiante que ahora vivía en la ciudad, y un anciano ingresado desde hacía unos días en el hospital de un pueblo cercano. Alguien habló de fantasmas, de orcos, de fieras; pero aquélla no era tierra de fieras, y en orcos y en fantasmas no creían ya ni los niños. Fueron registradas todas las casas abandonadas, los lugares desiertos; enviaron perros por los alrededores, sin que mostraran ningún indicio de anormalidad. Hubo quienes llegaron hasta las afueras, y buscaron en los bosques, e incluso examinaron el lecho de un modesto arroyo. A última hora de la tarde, la agitación comenzó a calmarse; los hombres regresaban confirmando que no había señales de nada excepcional, y ninguna indicación de acontecimientos anormales. Permaneció una vaga inquietud, pero al atardecer los niños volvieron a jugar por las calles. Grupos de aldeanos recorrieron las calles del pueblo, después se cansaron y volvieron a casa. Las seis parejas reconocidas de novios se encontraron con tierna aprensión. La cena se desarrolló con tranquilidad, y le siguió una velada tibia y serena. Gradualmente, el grito se había convertido en un recuerdo terrible pero que ya no era posible revivir. ¿Terrible? Tal vez sólo una extrañeza totalmente natural: muchos ya habían olvidado que aquel grito tenía una voz. Al comienzo de la noche, se apagaron las luces, se cerraron las ventanas. Nadie sabía, en aquel momento, que en el corazón de la noche, exactamente a las dos y cuarto, el grito se repetiría.»


(Traducción de Joaquín Jordá)




El texto precedente es una de las historias (concretamente la número setenta y tres) que componen “Centuria”, un libro que lleva el subtítulo de “Cien breves novelas-río”, publicado en 1979 y escrito por el italiano Giorgio Manganelli.

Escritor y periodista milanés, Manganelli, uno de los autores más originales, heterodoxos e inclasificables de la narrativa italiana actual, falleció en 1990 en Roma a los 68 años de edad, a causa de un infarto. Poseedor, según algunos críticos, de un “estrepitoso talento”, su prestigio internacional se ha ido agigantando progresivamente en los últimos años. A este hecho contribuyó en gran manera la aparición póstuma de su novela “La ciénaga definitiva”, una obra muy breve, pero densa y de difícil lectura, que en España recibió excelentes críticas, por parte sobre todo de Félix de Azúa, que la recomendó encarecidamente en su columna.

En uno de sus libros —“La letteratura come menzogna” (1967), no traducido al castellano— exponía Manganelli su teoría de que «la ficción literaria es una sublime mentira, un instrumento de provocación y de mistificación que sirve para enriquecer y transformar la existencia». El protagonista de todas sus obras es ante todo el propio lenguaje, desarrollado en una prosa barroca y riquísima, difícil pero rigurosa y absorbente.

Estilista implacable y de una imaginación desbordante, hombre de profunda cultura y declarado admirador de Quevedo, Giorgio Manganelli tenía un extraordinario sentido del humor. En su libro “A los dioses ulteriores” incluyó su ya célebre “Discurso sobre la dificultad de comunicar con los muertos”.

“Centuria”, galardonado con el Premio Viareggio, es su libro más popular y asequible, y fue el primero en traducirse a otros idiomas. Nació, según el propio autor, de un ejercicio de escritura: frente a un simple paquete de folios A4, decidió comenzar a escribir poniéndose como límite el borde del folio, pero dando rienda suelta a toda su potencia narrativa. El resultado: un libro que, en palabras del propio Manganelli, "abarca en breve espacio una vasta y amena biblioteca". Un libro intenso y brusco, sutil e irónico, imprevisible y cínico, en el que se dan cita fantasmas y unicornios, burgueses y bandidos, dragones, hadas, asesinos, piratas... en un festival de universos y estereotipos narrativos reelaborados y vueltos a proponer tras darles la vuelta como a un calcetín. En definitiva, todo un banquete literario para cualquier lector.




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¿Bartolo no se casó
con Catalina, y parió
a seis meses no cabales?
Y andaba con gran placer
diciendo: «¡Si tú lo vieses... !
Lo que otra hace en nueve meses,
hace en cinco mi mujer.»


(Pedro Calderón de la Barca)




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ALGO DE LOS GRANDES, GRANDES


¡Qué lejano le parecía el baile! ¿Quién era el que colocaba a tanta distancia la mañana de anteayer y la noche de hoy? Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su existencia, de la misma manera que la tempestad, en una noche, forma profundas simas en las montañas.
Pero había que resignarse; guardó cuidadosamente en la cómoda su traje, incluso los zapatos de satén, cuyas suelas amarilleaban de la cera que habían pisado.
Su corazón también estaba como ellos: el roce de la riqueza había dejado una huella que no se borraría.
Para Emma fue una constante preocupación el recuerdo de aquel baile. Todas las semanas, al llegar el miércoles se decía al despertar: «Hoy hace ocho días...» «Hoy hace quince...» «Ya hace tres semanas...» Y poco a poco las fisonomías fueron confundiéndose en su memoria, olvidó la música de las contradanzas, no pudo ver ya distintamente las libreas y las habitaciones: algunos detalles desaparecieron; pero la nostalgia permaneció.




(Gustave Flaubert: “Madame Bovary”, I - cap. VIII)

(Traducción de Salvador Clotas)