jueves, 1 de enero de 2009

RABOS DE LAGARTIJA




















Es posible que, como dicen algunos, un escritor escriba siempre el mismo libro. E incluso puede ser que la citada afirmación se adecue más a Juan Marsé que a otros escritores, ya que nuestro reciente Premio Cervantes ha sabido crear un escenario habitual en el que desarrolla siempre sus viejos temas, aunque con patrones y técnicas narrativas diferentes en cada obra.

En “Rabos de lagartija”, la novela por la que recibió el Premio Nacional de la Crítica en el año 2000 y el Premio Nacional de Narrativa en el 2001, Marsé vuelve a ese barrio del Guinardó, en la Barcelona de posguerra, y nos enfrenta de nuevo a los inciertos límites entre el bien y el mal, a la tenue línea que separa el amor y el desamor, a la nebulosa frontera entre la verdad y la mentira.

Estamos en 1945, y nos habla un narrador insólito: un niño que todavía no ha nacido y que se comunica con su madre y su hermano. La madre, Rosa, es una maestra represaliada que trabaja como costurera y que está casada con Víctor Bartra, un rebelde de ideas libertarias que se encuentra huido y perseguido por la policía. Rosa recibe visitas del inspector Galván, el policía de la social encargado de averiguar el paradero de Víctor.

La situación personal de Rosa, llena de penurias y agravada por un embarazo complicado y por los problemas con su hijo David, un adolescente conflictivo de trece años, inspira al inspector una lástima que poco a poco se irá convirtiendo en amor hacia esa mujer que se enfrenta a las adversidades con una dignidad y una clase inusuales en el opresivo ambiente de pobreza en que vive.

David, el hijo adolescente de Rosa, es el otro personaje sobre el que recae gran parte del peso de la novela. Crece en una realidad hipócrita, deambulando por la calle, aferrado al amor que le profesa a su perro “Chispa” y a la amistad que le une a Paulino, un chico de tendencias homosexuales con el que comparte confidencias y una clara fascinación por el cine. Tales circunstancias le han hecho desarrollar un cinismo que pondrá de manifiesto sobre todo en su relación con el inspector Galván.

Con estos personajes que soportan como pueden su aureola de perdedores, no sólo de la guerra, sino también de su sitio en la Historia, inmersos en un tiempo yerto y cercados por la violencia institucional y la intransigencia política y moral, Marsé construye una narración agridulce, dura pero emotiva, ácida y sentimental a la vez. Y lo hace sin recurrir a maniqueísmos, esquivando los peligros del realismo social más simplón, para dejar claro que en la España franquista de la posguerra no hay en realidad ni héroes ni triunfadores, sino tan sólo víctimas.

El crítico Santos Sanz Villanueva escribió: “Los personajes andan tras una ilusión, una esperanza, alguna clase de sentido para su futuro. [...] Estas existencias perdidas en sus ensueños de felicidad ponen sobre el tapete el gran tema de la verdad y la mentira, al que alude la novela explícitamente un puñado de veces. El mundo no es otra cosa que una suma de engaños, la mentira se hace inevitable, y descubrir la verdad ─una verdad sin retoques que ponga en evidencia la mentira oficial─ tiene un precio.”

Un recurso narrativo característico de Juan Marsé tiene en esta novela un peso quizá mayor y más efectivo que en otras obras suyas: su excepcional oído para el lenguaje popular. La narración está sembrada de barbarismos (“me la refanfinfla”), de bromas lingüísticas (el maravilloso “cázame guerripa” del final) y verdaderos hallazgos del lenguaje jergal (“la bomba atomicia”), que producen diálogos muy cercanos y llenos de autenticidad.

En definitiva, “Rabos de lagartija” está impregnada de tristeza, como corresponde al entorno de opresión y miedo en que se desarrolla, pero Marsé sabe aderezarla con lirismo y una corriente de ternura soterrada, para convertirla en una gran novela de amor y desamor, de muerte y supervivencia.



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Por cuestiones de matiz
la mente entre dudas llevo:
¿Cómo demonios se diz?
¿Se diz “Nuevo año feliz”?
¿Se diz “Feliz año nuevo”?


(En cualquier caso, que se nos cumpla el deseo a todos)

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ALGO DE LOS GRANDES, GRANDES

Ella mantuvo la cabeza inclinada como en un saludo, su cabello resplandecía sembrado de estrellas en lo nocturno, y sin hacer caso de la considerable distancia que había entre ellos, se dieron mutuamente la mano, tan de inmediato, tan íntimamente, que una marea osciló entre ellos, corriente de sus dos vidas. Mas podía ser acaso engaño, y había que cerciorarse:
─¿Te llevó el azar por esta vía?
─No ─repuso ella─, nuestro destino está unido desde el principio.
Unidas estaban las manos, las suyas en las de ella, las de ella en las suyas; oh, no era posible distinguir cuáles eran las suyas y cuáles las de ella, mas como él, tan frondoso como el ramaje del olmo, podía abarcar además con dedos juguetones las flores y los frutos que brotaban del árbol, la respuesta no era suficiente y fue preciso preguntar de nuevo:
─Pero tú vienes de otro árbol y tuviste que hacer un camino muy largo para llegar a éste de aquí.
─Pasé por el espejo ─dijo ella, y hubo que conformarse con esta explicación [...]



(Hermann Broch: “La muerte de Virgilio”)