domingo, 4 de mayo de 2008

VIVIR EN LOS ÁRBOLES. Por Temperado



VIVIR EN LOS ÁRBOLES




Eso es lo que hace Cósimo Piovasco di Rondò, El barón rampante de la novela de Italo Calvino (que constituye, junto con El vizconde demediado y El caballero inexistente, la trilogía Nuestros antepasados).

El barón rampante es muchos libros a la vez: una fábula y un libro de aventuras; un libro humorístico y un libro filosófico; un relato que transcurre a caballo de los siglos XVIII y XIX (se inicia el día 15 de junio de 1767), que se publicó en el XX (1957) y que mantiene plena vigencia en el XXI, porque en la peripecia del baroncito que con doce años decide trepar a una encina en un gesto de rebeldía, acabamos reconociendo algunos rasgos de nuestra propia vida, de todas las vidas: esa mezcla de anhelos y decepciones, de fracasos y triunfos, de dudas y certezas, que va conformando las convicciones y el carácter de cada quién.

El autor manifestó en una entrevista cuál era el tema de su novela: “Una persona se fija voluntariamente una difícil regla y la sigue hasta sus últimas consecuencias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí ni para los otros”. Así enunciado, el asunto parece meridianamente claro, cartesiano: una vez fijada la regla, por difícil que sea, sólo hay que seguirla...

Pero el barón (y sus lectores) va experimentando que no todo está tan nítidamente definido, es más, que las contradicciones y las paradojas van poco a poco inundando ese ámbito arbóreo del que ya nunca descenderá: no se desentiende del mundo que queda a sus pies, pero ha entrado en otro mundo; es un hombre de su tiempo, que asiste a los sucesos importantes y se relaciona con personajes ilustres, pero sabe que desde la altura en la que vive, todo se ve de otro modo y parece más pequeño. Resulta, en fin, que para estar de verdad con los otros, ha de estar separado de los otros.

La lectura de El barón rampante produce una primera impresión de facilidad que poco a poco se va enriqueciendo con alusiones, sugerencias y guiños al lector, todo ello revestido de una permanente y sabia ironía.

Personalmente, me gustan mucho dos momentos del relato: el capítulo XII, que esconde tras su apariencia burlesca uno de los más enternecedores homenajes que se hayan rendido nunca a la literatura; y el espléndido final, que resuelve limpiamente la dificultad que supone concluir de modo coherente los avatares de Cósimo Piovasco di Rondò, un hombre que decidió vivir en los árboles y que prolongó su testarudez inicial en un incansable “sostenella y no enmendalla” que nos produce admiración por lo que supone de plenitud y fortaleza moral.

En efecto, creo que a la postre el barón acaba por ganarse nuestro cariño de tal modo, que casi nos tienta pensar (a Italo Calvino le parecería esto una herejía) que habría conseguido ser él mismo aunque hubiera decidido finalmente descender de los árboles.

Al fin y al cabo, creo que todos conocemos personas que son ellas mismas aquí abajo, ¿no?... Lo de si son muchas o pocas, ya es otro cantar.


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Por cuestiones de matiz
tengo una duda esta tarde:
¿Cómo demonios se diz?
¿Se diz “Velarde y Daoíz”,
o “Daoíz y Velarde”?

(Cada uno celebra el bicentenario del 2 de mayo como quiere o puede)


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ALGO DE LOS GRANDES, GRANDES

La mayoría de las personas que conocemos no nos inspiran más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa.

(Marcel Proust: En busca del tiempo perdido / 1. Por el camino de Swann)